BLACK CAT, HAZEL EYES.
Ya me sentía observado hace bastante pero no se lo dije a nadie. Mejor
dicho no podía decírselo a nadie. ¿Qué iba a decir? Me tratarían de
loco. Incluso yo pensaba que estaba loco. ¿Qué estaba pasándome? ¿De
dónde llegaban esas señales? A veces las sombras no son sólo sombras, a
veces los ruidos no son sólo ruidos, a veces vemos y oímos de más pero
¿cómo diferenciarlo? ¿Cómo es que alguien que siempre careció de ese
sexto sentido debe aprender a diferenciar lo real de lo ficticio? Estaba
solo en esto. Solo.
Agradezco que haya sido en verano. El tiempo pasaba demasiado lento y me hubiera entristecido mucho que el frío fuera lo que predominara en mis días. No negaré que mi vida tenía una diversión bastante particular, no todos viven algo semejante, no todos reciben señales del más allá en el espejo empañado, en las hojas que caen de los árboles, en mi cereal. En todos lados.
Una broma, una coincidencia, una estupidez. O algo real.
Pero confirmé mi lucidez cuando la existencia de ese ser especial se hizo tan presente en mi mundo que se me erizaba la piel y se me paralizaba el cuerpo de sólo pensar en ello. Una simple nota: “Tres pasos al norte del sauce.” ¿Qué quería decir esto? No lo sé, pero el sauce de mi patio podría responderme dicha duda seguramente.
No hacía mucho que me había mudado a esa casa pero si algo sabía era que el patio era un pequeño cementerio de animales. El hámster en la vieja maceta grande, la pequeña caja que sobresalía de la tierra y cubrí nuevamente. Suena tétrico, pero no pude quitarlos de allí, era su lugar de descanso y yo no tenía por qué intervenir.
Desconocía la existencia de esa pala, pero se encontraba parada en la esquina de mi propio garaje, el cual empleaba como un enorme y sucio closet ya que no tenía auto. Y esa misma tarde la utilicé. Cavé y cavé, tres pasos al norte del sauce llorón de mi patio. Una dureza distinta a la de la tierra se sintió mientras ejercía presión con mi pala y ésa fue la señal para detenerme. Otra caja se encontraba allí y, contradiciendo mis principios, la saqué de allí. No podía ignorar los mensajes. Ya no más.
Esa caja era distinta a la anterior. No sólo era más grande, también estaba mejor cuidada. Se notaba en ella todo el empeño y el cuidado del dueño. Dejándome dominar por mis peores morbos la abrí y para mi sorpresa, él seguía vivo. El pequeño gato negro seguía vivo. Mirándome con sus atrapantes ojos color miel. No emitía ningún sonido, no realizaba movimiento alguno, pero sabía que seguía vivo, sabía que me estaba mirando. Por fin se dignó a quitarme la duda y con un salto terminó parado frente a mí, que pasé de estar acuclillado al suelo.
Él seguía mirándome, esperaba algo de mí pero no sabía qué era. Un gato que ha estado enterrado vaya Dios a saber cuánto tiempo merece algo de comer y beber ¿sería eso? Supuse. Pero no. Miró con desgano la leche, rechazó sutilmente el atún y ni siquiera se dignó a mirar fijamente el trozo de carne que corté para él. Nada satisfacía a ese felino al parecer.
Esa noche durmió en mi habitación. No hacía caso a mi voz, siempre me miraba fijo y me daba demasiado miedo tocarlo. Más bien, me obligó a dejarlo dormir en mi habitación. Pero nunca me enteré si realmente durmió. Me quedé dormido viendo su mirada brillante en la oscuridad y me desperté viendo sus ojos color miel.
En mi bolsillo guardaba la nota que recibí el día anterior y me dio intriga volver a leerla. Ensimismado en ella quedé cuando noté que la nota era distinta. “Salchichas”. El gato comía salchichas. Supuse. Y no supuse mal. Apenas leí el mensaje, me cambié para ir a comprar la marca más cara que conocía de dicho alimento y al regresar se lo serví en el único plato que tenía. Mi plato. Valió la pena, por fin pude conocer sus colmillos cuando lo vi mordiendo su comida.
Sólo se comió una salchicha. Miró fijamente las otras cinco, miró hacia la ventana y luego volvió a su aparente trabajo: observarme fijamente. Siempre me observaba fijamente.
Y esa misma noche volvió a quedarse en mi habitación, pero al igual que la anterior su presencia no me impidió tener mis horas de sueño necesarias. Al contrario, su presencia me tranquilizaba, me daba algo que no me daban hace mucho: compañía.
Me dormí viendo sus ojos brillantes en la oscuridad, mirándome fijamente desde la entrada de mi habitación. Me desperté viendo sus ojos color miel frente a mí, a centímetros de mí. No fue el miedo, sino la reacción, la falta de costumbre. No lo sé. Pero salté de mi cama gritando. “Miau.” Dijo por fin, sin dejar de mirarme. “Miau”, volvió a repetir. No pude pronunciar una sola palabra, pero al indicar con mis manos que no entendía lo que quería, se recostó sobre mi almohada y se echó a dormir unos diez minutos. Luego me siguió hasta el living y comenzó a ver televisión conmigo en el sofá. Miraba a la tele, me miraba a mí, el tiempo que miraba cada cosa siempre variaba.
Al mediodía almorcé pasta. Espaguetis servidos en una taza, porque él tenía mi plato. Nuevamente comió sólo una salchicha. Ni más, ni menos. Sólo una.
¡La nota! Recordé. Si el día anterior cambió, podía pasar de nuevo. Pero ¿dónde había dejado la nota? Si ese gato no estuviera acechándome todo el tiempo no estaría tan distraído. Como era de esperar, cuando me dirigí apresuradamente a mi cuarto, él me siguió. Él siempre me seguía a donde quiera que vaya.
Debajo de mi cama, cubierta de polvo a pesar de que sólo había pasado una noche (o eso creía yo), se encontraba la nota. La tomé, la sacudí y luego la limpié con la funda de mi almohada. “Una caricia.” Decía la primera línea en el trozo de papel. “Es todo lo que extraño de tu mundo.” Completaba la segunda.
¿Una caricia? ¡¿Una caricia?! ¿Cómo podía acariciar a algo a lo cual le tenía terror? ¿Algo o alguien? Ese gato parecía demasiado inteligente.
Ni siquiera le había puesto nombre, él no era mi gato. Posiblemente había muerto y yo lo tenía allí en mi habitación, esperando que mis manos acaricien su pelaje tan oscuro como la noche misma. Ni siquiera la noche era tan oscura. Y sus ojos eran miel. ¿Podría acariciarlo? ¿Era necesario? ¿Quién me enviaba esos mensajes?
La duda estuvo siguiéndome todo el día, junto a él. Él y la duda me seguían y hacían un buen dúo porque desconocía cuáles eran sus intenciones, pero las estaban consiguiendo. Me sentía cada vez más alejado de la realidad y sólo por mirar esos dos ojos color miel.
El insomnio me invadió por la noche, era de esperar. Él me observaba fijamente desde la ventana. Nunca había brillado tanto su mirada, la luz lunar caía exactamente sobre sus ojos. Parecía una cascada de agua dorada que vertía en las profundidades de sus misteriosas córneas de color miel y se perdía para siempre al ser absorbida por sus pupilas.
Él aún estaba esperando. Y yo ya no podía resistir.
Me acerqué a la ventana. Él no se sorprendió para nada, lo veía venir. Sólo movía su cabeza siguiendo mis pasos, un tanto torpes. Y cuando estaba frente a él recordé las palabras de la nota. “Es todo lo que extraño de tu mundo.” Es decir ¿luego de esto qué? ¿Termina mi misión? ¿No volveré a verlo? Debía arriesgarme.
Lo acaricié.
Él cerró sus ojos mientras yo descendía mi mano desde sus orejas hasta su espalda. Cuando terminé, volvió a mirarme fijamente como siempre y yo le sonreí. Él dio un potente maullido, como si lo hubiesen lastimado, mostrando sus feroces colmillos felinos. No fue miedo nuevamente, sino la reacción. Retrocedí, tropecé y golpeé mi cabeza con mi mesa de luz.
Amanecí al día siguiente en el suelo y ya no veía sus ojos color miel. Era extraño que me sintiese vacío, nunca me había resultado necesaria la mirada de alguien para despertarme, pero en poco tiempo se había hecho casi prescindible. Él ya no estaba.
No volví a verlo, no volví a escucharlo, no volví a recibir notas. El trozo de papel seguía intacto, su texto no volvió a alterarse hasta dos noches después. “Gracias.” A veces me parecía ver su sombra, me parecía oír el plato moviéndose en el suelo, donde aún está. Pero sólo me parecía.
Aún lo extraño. Extraño sus ojos color miel y su pelaje tan oscuro como la noche.
Agradezco que haya sido en verano. El tiempo pasaba demasiado lento y me hubiera entristecido mucho que el frío fuera lo que predominara en mis días. No negaré que mi vida tenía una diversión bastante particular, no todos viven algo semejante, no todos reciben señales del más allá en el espejo empañado, en las hojas que caen de los árboles, en mi cereal. En todos lados.
Una broma, una coincidencia, una estupidez. O algo real.
Pero confirmé mi lucidez cuando la existencia de ese ser especial se hizo tan presente en mi mundo que se me erizaba la piel y se me paralizaba el cuerpo de sólo pensar en ello. Una simple nota: “Tres pasos al norte del sauce.” ¿Qué quería decir esto? No lo sé, pero el sauce de mi patio podría responderme dicha duda seguramente.
No hacía mucho que me había mudado a esa casa pero si algo sabía era que el patio era un pequeño cementerio de animales. El hámster en la vieja maceta grande, la pequeña caja que sobresalía de la tierra y cubrí nuevamente. Suena tétrico, pero no pude quitarlos de allí, era su lugar de descanso y yo no tenía por qué intervenir.
Desconocía la existencia de esa pala, pero se encontraba parada en la esquina de mi propio garaje, el cual empleaba como un enorme y sucio closet ya que no tenía auto. Y esa misma tarde la utilicé. Cavé y cavé, tres pasos al norte del sauce llorón de mi patio. Una dureza distinta a la de la tierra se sintió mientras ejercía presión con mi pala y ésa fue la señal para detenerme. Otra caja se encontraba allí y, contradiciendo mis principios, la saqué de allí. No podía ignorar los mensajes. Ya no más.
Esa caja era distinta a la anterior. No sólo era más grande, también estaba mejor cuidada. Se notaba en ella todo el empeño y el cuidado del dueño. Dejándome dominar por mis peores morbos la abrí y para mi sorpresa, él seguía vivo. El pequeño gato negro seguía vivo. Mirándome con sus atrapantes ojos color miel. No emitía ningún sonido, no realizaba movimiento alguno, pero sabía que seguía vivo, sabía que me estaba mirando. Por fin se dignó a quitarme la duda y con un salto terminó parado frente a mí, que pasé de estar acuclillado al suelo.
Él seguía mirándome, esperaba algo de mí pero no sabía qué era. Un gato que ha estado enterrado vaya Dios a saber cuánto tiempo merece algo de comer y beber ¿sería eso? Supuse. Pero no. Miró con desgano la leche, rechazó sutilmente el atún y ni siquiera se dignó a mirar fijamente el trozo de carne que corté para él. Nada satisfacía a ese felino al parecer.
Esa noche durmió en mi habitación. No hacía caso a mi voz, siempre me miraba fijo y me daba demasiado miedo tocarlo. Más bien, me obligó a dejarlo dormir en mi habitación. Pero nunca me enteré si realmente durmió. Me quedé dormido viendo su mirada brillante en la oscuridad y me desperté viendo sus ojos color miel.
En mi bolsillo guardaba la nota que recibí el día anterior y me dio intriga volver a leerla. Ensimismado en ella quedé cuando noté que la nota era distinta. “Salchichas”. El gato comía salchichas. Supuse. Y no supuse mal. Apenas leí el mensaje, me cambié para ir a comprar la marca más cara que conocía de dicho alimento y al regresar se lo serví en el único plato que tenía. Mi plato. Valió la pena, por fin pude conocer sus colmillos cuando lo vi mordiendo su comida.
Sólo se comió una salchicha. Miró fijamente las otras cinco, miró hacia la ventana y luego volvió a su aparente trabajo: observarme fijamente. Siempre me observaba fijamente.
Y esa misma noche volvió a quedarse en mi habitación, pero al igual que la anterior su presencia no me impidió tener mis horas de sueño necesarias. Al contrario, su presencia me tranquilizaba, me daba algo que no me daban hace mucho: compañía.
Me dormí viendo sus ojos brillantes en la oscuridad, mirándome fijamente desde la entrada de mi habitación. Me desperté viendo sus ojos color miel frente a mí, a centímetros de mí. No fue el miedo, sino la reacción, la falta de costumbre. No lo sé. Pero salté de mi cama gritando. “Miau.” Dijo por fin, sin dejar de mirarme. “Miau”, volvió a repetir. No pude pronunciar una sola palabra, pero al indicar con mis manos que no entendía lo que quería, se recostó sobre mi almohada y se echó a dormir unos diez minutos. Luego me siguió hasta el living y comenzó a ver televisión conmigo en el sofá. Miraba a la tele, me miraba a mí, el tiempo que miraba cada cosa siempre variaba.
Al mediodía almorcé pasta. Espaguetis servidos en una taza, porque él tenía mi plato. Nuevamente comió sólo una salchicha. Ni más, ni menos. Sólo una.
¡La nota! Recordé. Si el día anterior cambió, podía pasar de nuevo. Pero ¿dónde había dejado la nota? Si ese gato no estuviera acechándome todo el tiempo no estaría tan distraído. Como era de esperar, cuando me dirigí apresuradamente a mi cuarto, él me siguió. Él siempre me seguía a donde quiera que vaya.
Debajo de mi cama, cubierta de polvo a pesar de que sólo había pasado una noche (o eso creía yo), se encontraba la nota. La tomé, la sacudí y luego la limpié con la funda de mi almohada. “Una caricia.” Decía la primera línea en el trozo de papel. “Es todo lo que extraño de tu mundo.” Completaba la segunda.
¿Una caricia? ¡¿Una caricia?! ¿Cómo podía acariciar a algo a lo cual le tenía terror? ¿Algo o alguien? Ese gato parecía demasiado inteligente.
Ni siquiera le había puesto nombre, él no era mi gato. Posiblemente había muerto y yo lo tenía allí en mi habitación, esperando que mis manos acaricien su pelaje tan oscuro como la noche misma. Ni siquiera la noche era tan oscura. Y sus ojos eran miel. ¿Podría acariciarlo? ¿Era necesario? ¿Quién me enviaba esos mensajes?
La duda estuvo siguiéndome todo el día, junto a él. Él y la duda me seguían y hacían un buen dúo porque desconocía cuáles eran sus intenciones, pero las estaban consiguiendo. Me sentía cada vez más alejado de la realidad y sólo por mirar esos dos ojos color miel.
El insomnio me invadió por la noche, era de esperar. Él me observaba fijamente desde la ventana. Nunca había brillado tanto su mirada, la luz lunar caía exactamente sobre sus ojos. Parecía una cascada de agua dorada que vertía en las profundidades de sus misteriosas córneas de color miel y se perdía para siempre al ser absorbida por sus pupilas.
Él aún estaba esperando. Y yo ya no podía resistir.
Me acerqué a la ventana. Él no se sorprendió para nada, lo veía venir. Sólo movía su cabeza siguiendo mis pasos, un tanto torpes. Y cuando estaba frente a él recordé las palabras de la nota. “Es todo lo que extraño de tu mundo.” Es decir ¿luego de esto qué? ¿Termina mi misión? ¿No volveré a verlo? Debía arriesgarme.
Lo acaricié.
Él cerró sus ojos mientras yo descendía mi mano desde sus orejas hasta su espalda. Cuando terminé, volvió a mirarme fijamente como siempre y yo le sonreí. Él dio un potente maullido, como si lo hubiesen lastimado, mostrando sus feroces colmillos felinos. No fue miedo nuevamente, sino la reacción. Retrocedí, tropecé y golpeé mi cabeza con mi mesa de luz.
Amanecí al día siguiente en el suelo y ya no veía sus ojos color miel. Era extraño que me sintiese vacío, nunca me había resultado necesaria la mirada de alguien para despertarme, pero en poco tiempo se había hecho casi prescindible. Él ya no estaba.
No volví a verlo, no volví a escucharlo, no volví a recibir notas. El trozo de papel seguía intacto, su texto no volvió a alterarse hasta dos noches después. “Gracias.” A veces me parecía ver su sombra, me parecía oír el plato moviéndose en el suelo, donde aún está. Pero sólo me parecía.
Aún lo extraño. Extraño sus ojos color miel y su pelaje tan oscuro como la noche.
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